Introducción - Vida Honesta

Introducción

En nuestros días, la moral es un tema delicado. Posiblemente en ninguna otra época de la historia haya habido tanta incertidumbre mundial en cuanto a lo que significa el concepto de moral. ¿Por qué, podrían preguntar muchas personas, habríamos de luchar para vivir honestamente? ¿Con qué autoridad nos dicen el Estado o nuestra religión lo que debemos hacer? En esta época científica, ante la erosión de los valores religiosos y sociales, muchas personas se inclinan a cuestionar que exista ni siquiera una base aceptable para un código moral. Enfrentados a tanta contradicción e incertidumbre, prefieren vivir sus vidas justo como les plazca, o para fines inmediatos a corto plazo.

Si elegimos seguir el camino de los santos, esto significa que deseamos utilizar nuestra vida para realizar nuestro potencial divino, y que nos hemos dicho a nosotros mismos que para vivir hay algo más que objetivos a corto plazo. La gracia de la iniciación nos proporciona un método práctico para realizar nuestro propósito, y para apoyar nuestra práctica espiritual nos comprometemos a vivir según unos valores específicos. Estos, debemos recordar, no son valores que se nos hayan impuesto por alguna autoridad exterior; realizamos el compromiso con nosotros mismos, dentro de nosotros, para ayudarnos en nuestro camino.

Examinando racionalmente nuestros valores, podemos recordar y profundizar en nuestra comprensión de ellos. Ningún código de conducta puede proporcionar todas las respuestas, pero si se entienden los principios en que se basa, resulta más fácil hallar las respuestas dentro de uno mismo. Por esa razón, la finalidad de este pequeño libro es ayudar a entender los principios que sostienen la vida moral y sus profundas implicaciones en la vida diaria.

Antes de la invención de los buques de vapor, el éxito de un viaje dependía de varios factores: conocimiento del mar; conocimiento de las mareas, corrientes y vientos, para utilizarlos en provecho propio; y mantenimiento del buque en buen estado. Aun cuando uno poseyera el mejor velero del mundo y supiera todo acerca de su barco, sin el conocimiento del mar y de las fuerzas que mueven e impulsan el barco, el viaje podría resultar desastroso. De manera parecida, estamos partiendo para el viaje de la autorrealización. Para terminarlo con éxito, necesitamos conocer la vida y las fuerzas que nos impulsan. Solo entonces, y teniendo a la vista nuestro objetivo, podemos establecer nuestro código de conducta; podemos entender cómo mantenernos en forma para navegar.

Nuestra comprensión está basada en una perspectiva espiritual y moral común a todas las escrituras y tratados de sabiduría del mundo. Esta perspectiva no es propiedad de ninguna religión. Pertenece a todas. Surge del acervo de nuestra humanidad y florece naturalmente cuando una persona se vuelve a unir con nuestra fuente espiritual común. Las personas que lo encarnan más claramente son los místicos (santos y almas que han realizado a Dios) de todas las religiones.

Para demostrar la universalidad de esta manera de pensar, hemos incluido citas de una variedad de fuentes tan amplia como ha sido posible, pero es en el conocimiento de la vida que los místicos tienen donde se apoya principalmente nuestra afirmación.

La perspectiva espiritual

En esencia, toda la perspectiva mística se puede expresar en tres sencillos puntos: Hay únicamente un poder supremo, que es el origen y el fundamento de todo. Todos procedemos de este poder; todos somos gotas del mismo y único océano divino. Y cada uno de nosotros es responsable de todo lo que hace.

Todos los místicos están de acuerdo, independientemente de la manera en que las diferentes culturas la describan, en que la realidad fundamental de la vida es el espíritu. Nuestra esencia es el espíritu, no el cuerpo físico ni el mental. El alma, o espíritu, es la naturaleza real de lo que consideramos como el ‘yo’. Los místicos ponen de relieve nuestra común confusión señalando que somos seres espirituales que están pasando por una experiencia humana, y no (como frecuentemente pensamos de nosotros mismos), seres humanos que buscan una experiencia espiritual. Todo el que entre en contacto con su esencia espiritual (el Verbo, o Shabad, vivificante en su interior), será de manera natural conducido a su origen, más allá de las limitaciones de tiempo y espacio.

Esta es, pues, la meta de nuestro viaje. Pero encontramos obstáculos porque experimentamos la vida por medio de nuestros sentidos, y generalmente no nos damos cuenta de lo que somos. Lo mismo que un niño tiene dificultades para aceptar que la atmósfera vibra con las ondas de radio, así también nuestra inmadurez espiritual nos oculta nuestro potencial divino. Los santos nos dicen que mientras permanezcamos atareados en el mundo que nos rodea, continuaremos siendo limitados: seducidos y engañados al pensar que solamente el mundo físico es real. Nos imaginamos que podemos saberlo todo con el intelecto. Como Job en la Biblia,1 presumimos de tener el control, cuando tan solo estamos entendiendo palabras y conceptos. Fue para que cambiara este punto de vista, que Dios se dirigió a Job “desde el seno de la tempestad”, pidiéndole que reflexionara acerca de su arrogancia:

¿Quién es este que oscurece el consejo con palabras sin sentido?... ¿Dónde estabas cuando puse las bases de la tierra? ¡Dímelo, si de verdad sabes tanto!
Libro de Job2

El gran físico, Albert Einstein, habló acerca de la manera en que nuestro “entendimiento” es distorsionado:

Un ser humano es una parte del todo que llamamos “Universo”, una parte limitada en el tiempo y el espacio. Percibe sus pensamientos y sentimientos como algo separado del resto: una especie de ilusión óptica de su conciencia. Esta ilusión es para nosotros una especie de cárcel que nos restringe a tener afectos y deseos personales únicamente hacia algunas de las personas más cercanas a nosotros. Nuestra tarea debe ser liberarnos de esta cárcel ensanchando nuestro círculo de empatía hasta que abrace todas las criaturas vivientes y toda la naturaleza con su hermosura.
Albert Einstein3

Para “librarnos” necesitamos “ensanchar nuestro círculo de compasión”, y así reconocer que somos seres espirituales: gotas de ese único océano que es Dios. Para esto los santos nos dan guía específica. Nos enseñan una técnica que finalmente nos capacitará para abrazar no solamente la “naturaleza”, sino toda la creación y al Creador. Se nos enseña la manera de retirar del mundo nuestra atención para concentrarla de tal modo que nos desprendamos de las distorsiones del cuerpo y de la mente. Pero los santos nos dicen también que esto no es sencillo: hay un obstáculo, y este es la ley del karma o causa y efecto. Esta ley es la fuerza que hace funcionar a la creación. Debido a ella, nunca podremos conocer al espíritu puro fuera de la materia (ni separar nuestra alma del mundo), hasta que hayamos saldado la cuenta de nuestra vida.

¿En qué consiste esta cuenta? Es el registro de todo lo que alguna vez hayamos pensado o hecho desde que nuestra alma dejó su origen para quedar encerrada en una mente y un cuerpo. Este registro nos ata a la creación, ya que tenemos que permanecer en la creación, mudándonos de vida a vida, para responder de todo lo que hayamos hecho. La libertad consiste en saldar esta cuenta del pasado y no incurrir en nuevas deudas. Cuando hayamos entendido que eso que hacemos ahora nos ata para el futuro, entonces tendremos una base práctica para un código moral que nos guíe en cuanto a saber lo que debemos o no debemos hacer para ser libres.

Por tanto, aplicar nuestro conocimiento de la ley de causa y efecto a nuestras vidas diarias, y vivir conscientemente de manera que siempre nos percatemos de las consecuencias de lo que hagamos, es nuestro modo de ponernos en forma para nuestro viaje hacia Dios.

La ley de causa y efecto: el imperativo para vivir moralmente

El ineludible principio de compensación, o karma, es reconocido por todas las grandes religiones y sabia literatura de todo el mundo. Aun cuando el alcance de la ley es muy amplio, su aplicación es muy sencilla: damos lo que recibimos y recibimos lo que damos.

No juzguéis, y no seréis juzgados;
No condenéis, y no seréis condenados;
Perdonad, y seréis perdonados. Dad, y se os dará ...
Porque con la misma medida con que midáis,
Se os medirá a vosotros.
Evangelio de Lucas4

Como en la creación no existe nada sin algún grado de acción, toda vida se halla eternamente presa en la telaraña de su ajuste de cuentas, compensándose permanentemente. A lo largo del vasto espacio de la creación, la ley mantiene un perfecto registro de lo que se da y se toma. Ninguna cuenta queda nunca saldada. Por mucho que el péndulo oscile en una dirección, oscilará en el mismo grado hacia la otra. De este modo, todos estamos encarcelados: limitados al reino de materia y mente. Y mientras seamos víctimas de esta dualidad, no podremos conocer la perfección y la delicia de la unidad espiritual. Como se afirma en las enseñanzas judías:

Todo es un préstamo dado junto a una garantía, y encima de todo ser vivo hay una red tendida para que nadie se escape dejando de pagar. La tienda está abierta; el tendero otorga crédito; el libro mayor está abierto y la mano realiza apuntes. Todo el que desee pedir prestado puede venir a tomar en préstamo; pero los cobradores hacen diariamente sus rondas, y exigen el pago exacto, sea o no sea uno consciente de ello. Se basan en un registro infalible, y el juicio es un juicio de verdad.
Ética de Los Padres5

Fundamentalmente, es esta la única ley que mueve la creación. Por medio del principio de los opuestos, de las acciones y las reacciones, esta ley universal genera la fuerza que produce esa multitud de leyes naturales que gobiernan el universo físico visible: las leyes de la física, genética, equilibrio ambiental, y muchas más, mediante las cuales la ciencia moderna explica la vida. Esta ley de acción y reacción dirige también toda la actividad en los niveles más sutiles de la mente, que no pueden ser conocidos ni cuantificados por el intelecto. El sencillo principio de causa y efecto crea toda la diversidad. Marca la formidable línea divisoria entre la unicidad del espíritu y la complejidad de la mente y la materia.

La ley de compensación (de dar y tomar), es ineludible. Al contrario de lo que sucede con nuestras leyes del mundo, no podemos evitarla ni manipularla. Si nos proponemos ignorarla diciendo: “No es así como funciona la vida. No hay justicia; para qué pensar en bueno y malo”, aun así las fuerzas de acción y reacción nos arrastrarán. Si, por el contrario, nos volvemos sensibles a su funcionamiento, entonces podremos trabajar con este principio de manera que nos lleve adonde queramos ir.